10.1.06

5. El cortejo

I

Ojos tuyos en los que camino, y me incendia su pervasivo fulgor como un desierto a mediodía.

Cabeza y cuello tuyos para apretar entre mis senos como una esfera de magia que guardara los secretos de la sal.

Manos tuyas próvidas e inclementes como una garra con la que el viento me despojara del pasado.

Palabras de tu boca que me nombran, instantes en los que tu mente me dibuja en imágenes de deseo.

Dedos tuyos penitentes para los que yo invento secretos que salen a tu encuentro como ensalmos.

Mis caricias te preparan para el zarpazo del amor como preparo las olas para mi playa.
Perfilo en mi cuerpo las horas que prefieres y te contemplo desde mi horizonte, que no has de alcanzar.

Quiero robarte del mundo, vagar sin prisa y sin rumbo en ti como por una demorada tarde.

Busco el conjuro que te haga feliz y apague tus pesadillas —por un rato al menos.

Viejas artes me asisten a destruir los relojes que te retienen fuera de este tiempo mío donde guardo tu espacio.

Ven. En ti quiero darle un instante de plenitud al mundo. Déjame dar fe de que existes entre mis brazos.


II

He aquí una ola solitaria empujada al viaje. He aquí que hoy parto de mí mismo en busca de ti.

He aquí este aliento líquido que hoy dejo correr sobre tus arenas. Desconocida me eres e inexplicable.

He aquí el yodo y la sal de mis días puestos al pie de tu playa. Tú para quien mi voz se agenció el canto.

De mí nada sabes. De mi sólo adivinas, tal vez, que vengo de lejos y estoy solo y tengo miedo.

Tarde un día, en un parto feroz, vi el rostro del sol. En ese rostro inalcanzable había el anuncio de un límite.

Mi madre y yo descubrimos el pavor del otro: la más inquietante, la más infranqueable frontera que impone el mundo.

Con el tiempo nos hicimos a la idea de vivir juntos. Aquella aventura comenzada en deseo se resignaba en amor.

Ella me dio del calcio de sus huesos. Yo la dejé alimentarse del fantasma sonriente de mis ojos.

Luego vinieron días de esplendor sin nombre en los que un niño pasea en bicicleta.

Crecí, descubrí la muerte, supe del inabarcable sabor a incendio que tiene la distancia.

Olvidé la gruta salina que fue mi casa. Pasaron los años como una aguja que zurce heridas y hoy vengo a tu orilla.

Quiero tenderme en la caleta ardiente de tu mano, entregarme a tus rocas, sucumbir al reto de remontar tus dunas.

Traigo para ti noticias del mar. Rumores que nunca has escuchado te saludan en mi canto.

Vengo a entregarte la nave cóncava de mi voz, a ofrecerte rayos líquidos de sol y peces como cuajos lunares.

Déjame desembarcar mi amor en tus arenas, beber la humedad de tus esporas y la sangre de tus líquenes.

Será todo el alimento que precisen mis dedos remorosos. Abre tu día al paso de mi cuerpo de animal desencantado.

Guardo para ese abrazo un secreto que lanza al vuelo a las mantarrayas y hace bailar a los hipocampos.

(Me cautivó tu voz en la lejanía y me prendió tu calor en la profunda amargura de mi cueva abisal.)

Épocas de aridez me hicieron soñar con el doloroso aroma de tu costado, peces transparentes anunciaban tu deseada existencia.

Un rumor de corales vivos, una marejada de crustáceos me hicieron imaginar la turgente colina por la que habría de abordarte.

El gemido de una ballena me dejó conocer tus costumbres en el amor, el canto azul de tus días.

Cardúmenes de peces extraviados me dejaron presentir los poderes de tu lengua.

Quise estropear un poco el traje de luz con que te cubres, arrugarlo, sacártelo a tirones.

Yo que vengo del mar te soñé desnuda y pobre como la lluvia.