2.1.06

13. La canción de Amnios

Una cuerda de embriagadora belleza era yo, doncella y juncal. Y la brisa y el sol vibraban en mí.

Una flauta de fina madera era yo. Y la belleza hacía de mí la canción que seduce al dios del tiempo.

Una promesa hecha de alertas y rumorosas colinas era yo. Y las miradas se llenaban de calor y gratitud al verme.

Y un día llegaste tú. Un impetuoso océano era tu voz. Y me hiciste parte de la fabulosa leyenda del deseo.

Era la hora de la siesta, lo recuerdo. Y me dejé raptar de tus requiebros. Y bebí de tu copa y soñé tus sueños.

Me sacudió tu peso como un campanazo de rebato. Y tu olor desesperado de varón inundó mi piel.

Mi cuerpo se dejó hechizar de la sabia rudeza de tus manos. Y desperté a tu llamado.

Me supe más viva que nunca, habitada por el relámpago y en él despierta. Y en mis entrañas ardió tu palabra.

Desde aquella tarde crece en mí la presunción de una bestia sagrada. Un delgado hilo en la inmensa rueca del tiempo.

Flagelo en que la vida desata su peste. En mí encontró una pródiga nuez en la que construir las armas de su reino.

Espiral extasiada en la expansión de su signo. Para crecer se aferra al tierno mucílago de mis paredes interiores.

Pececillo abrumado por el silencio marino que hay en mí. Bestia amada y extranjera que mi vientre acoge.

Creces incorrupto, como fuera de las horas, obstinado en tu propio provecho. Incrédulo de ti mismo como la obra ante su creador.

Que mi belleza te sea armonía, misterioso huésped. Que mi juventud te dé vigor. Que te sea plácida esta habitación.

Ah, invasor, Hoy sólo somos tú y yo. Mañana te me ha de robar el mundo y ya nadie podrá salvarte.